ÓSCAR MÉNDEZ LOBO. La luz como materia.
El trabajo de Óscar Méndez Lobo ha evolucionado con una coherencia poco habitual entre los pintores españoles de su generación. Sin afirmar que este concepto, la coherencia evolutiva, tenga que ser el camino óptimo ni que las rupturas drásticas con un estilo no puedan resolverse en grandes hallazgos, lo cierto es que en el caso de Óscar Méndez Lobo este hecho se ha traducido en un trayecto de impecable reflexión plástica. La arquitectura visual que el artista viene elaborando a lo largo de los últimos años es el resultado de un trabajo constante con los materiales, los colores y la composición, es decir, con la tríada clásica que determina la pintura abstracta de carácter informalista, con puntuales investigaciones con la modulación geométrica. En este sentido, es heredero de toda una tradición que se abre con la modernidad y que encuentra en la autonomía del cuadro con respecto a la realidad un nuevo ámbito de acción. Sin embargo, debemos recordar que esta reflexión es iniciada por Óscar Méndez Lobo, en un contexto, el de los años noventa, donde las tendencias abstractas se definirán desde parámetros sumamente flexibles para intentar escapar de un territorio situado entre el reduccionismo de la pintura monocromática y la herencia de las vanguardias históricas. Los gastados repertorios de la tradición pictórica moderna pondrán en funcionamiento nuevas estrategias que buscarán “una sensación embriagadora de ser por fin libre”[1]y buscarán activar vías creativas capaces de superar la angustia de las influencias. Y si bien hubo intentos de clasificar la posición de la pintura en este ámbito de ruptura, estos surgirán desde la conciencia de una acusada heterogeneidad; si Arthur C. Danto había hablado de abstracción impura para señalar aquellas tendencias que actuaban en los noventa con plena libertad y al margen de los principios del formalismo abstracto, Demetrio Paparoni propuso el término abstracción redefinida para aludir, sin concreciones estilísticas, a unas propuestas que, lejos de querer inventar, venían a re-definir lo que ya existía a través de un nuevo sistema de relaciones[2]. Ninguna de aquellas clasificaciones acabó por cuajar como marco conceptual en el que inscribir el arte pictórico abstracto de final de siglo. En el arte actual la diversidad estilística queda legitimada no ya por las normas que rige la teoría tradicional de los modos o por etiquetas que el tiempo siempre revela caducas, sino por el hecho de que las creaciones tienen el poder y el derecho de obedecer a sus propias leyes; los diversos lenguajes se afianzan según su originalidad y se constituyen como experimentos autónomos. En correlación directa con dicha heterogeneidad se encuentra la opción de alterar los medios creativos tradicionales. En el caso de la pintura, existe actualmente una voluntad recurrente por sobrepasar su especificidad a través de la contaminación con otros medios o propuestas: pintura híbrida, en ocasiones de carácter instalativo o incluso performativo, incardinada en propuestas de fotografía, video o de arte digital. Ante la certeza de que, tal vez, el único destino de la pintura sea agregarse a esa otra pintura que “ha abandonado casi todo: el lienzo, el marco, la pared, los géneros…”[3] la salida propuesta por muchos creadores ha sido renegar de la propia condición tradicional de lo pictórico a favor del mestizaje con otras disciplinas; una nueva pintura que se enriquece dejando de serlo, que se camufla en la contaminación y distorsiona su especificidad para acoplarse ante un nuevo espectador que parece haber superado el artificio del régimen escópico. En definitiva, una pintura que trata de encarnar y ejemplificar esa sensación de ser por fin libre o bien, desde otra perspectiva menos optimista, que busca encarnar una nueva modalidad, pintura porvernir, que será aquella que sepa dar “cumplida cuenta de su propia extinción”[4]. Una pintura cuyo resultado sólo puede ser una paradoja irresoluble: pintura que para sobrevivir, debe alejarse de las categorías que la definen como tal. Frente a la disolución de la especificidad pictórica, numerosos artistas han seguido trabajando con las herramientas tradicionales del medio y han logrado demostrar la posibilidad de contar cosas nuevas, más allá de modas o presagios funerarios. En este grupo se sitúa con derecho propio Óscar Méndez Lobo, y a su trabajo de investigación le debemos una técnica depuradísima y un discurso plástico sin artificios. Consciente de que el arte es un camino inagotable, Óscar Méndez Lobo ha trabajado muy diversas posibilidades: la incorporación del collage, la utilización de arenas, la investigación con múltiples texturas y la relación felizmente articulada entre geometría y gestualidad, entre otros recursos. Resulta llamativo que, dentro de este amplio programa, lo figurativo haya sido un elemento continuamente desplazado y que el artista haya decidido otorgar una centralidad absoluta a la independencia del referente. No hay traducción plástica de lo físico, sino interpretación abstracta de lo intangible: luces, sombras, emociones, sueños, momentos, atmósferas… Y esta ausencia de una iconografía que ancle en la lectura de sus obras un referente por el que comenzar a narrar lo contemplado hace más sugestiva, misteriosa si se quiere, la obra del artista. John Berger señaló que “la pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”[5]. Esta idea es asumida por Óscar Méndez Lobo convirtiendo su obra en un elemento gozosamente físico, acentuando la carnalidad de una superficie táctil donde interactúan pliegues, masas y huecos con sutileza y eficacia. De hecho, la materialidad de su pintura no es agresiva ni impone una volumetría desconcertante; al contrario, la masa volumétrica está al servicio del desarrollo cromático, de los vaivenes lumínicos y giros espaciales que plantea en su trabajo. La densidad de la superficie también está al servicio del dinamismo interior de sus obras, y esto tal vez sea uno de los elementos determinantes de su trabajo último, reunido en esta exposición bajo el concreto y esclarecedor título “Luces”. La sutil desintegración de la geometría que ha operado Méndez Lobo para llegar a su obra actual es reflejo de su meditado modo de trabajar. Si en algunas de las más hermosas obras de su anterior serie, “Espacio íntimo”, la compartimentación resonaba bajo la reducción de simples estructuras ortogonales a punto de fundirse con el dinamismo de la mancha gestual, en su obra más reciente ambos elementos parecen haber llegado a un pacto expresivo. En “Luces” no está presente la rígida linealidad de la geometría. Ahora bien, esta ausencia parece haber dejado una importante herencia: la materia, dinámica y abierta, impone sobre sí misma un cierto orden, una claridad de lectura solo alterada por el constante fluir de mezclas cromáticas. Frente a la evanescencia de otras series del artista (pienso, entre las más recientes, a las que integraron la exposición “Sueños”), aquí el conjunto materia-color adquiere una fisicidad concreta; en ocasiones, ambos elementos configuran una forma abstracta central, de presencia casi iconográfica; en otras, este recogimiento se transforma en estallido libre y magmático que apura su dimensión más allá del límite del soporte. Pero en ambos casos, somos capaces de acariciar y recorrer con facilidad los múltiples pliegues de su contorno, de transcribir sobre un papel el complejo contorno de lo que estamos viendo en el cuadro. En este proceso de acentuar la morfología de una iconografía abstracta el artista unifica la composición, lo que le permite concentrar toda una multiplicidad de experiencias: de luz, de sombra, de silencio, incluso una experiencia temporal, como proceso de una expansión detenida en un momento concreto. El color es piel y vísceras, interior y exterior de esa materia palpitante que modula la imagen plástica. Ocres, negros, grises, azules, puntuales anclajes en rojo, activan por contraste la presencia arrolladora de un blanco que envuelve de luz toda la imagen. Dejar un espacio plástico sin pintar, dejarlo en blanco, puede ser como “dejarlo sin dueño, deshabitado”[6]; sin embargo, Óscar Méndez Lobo deja su impronta en el blanco, lo modula con la misma exquisitez que a los colores que parecen surgir de él. El blanco no es una reserva, sino el color que da una representación real de la luz, del infinito, de lo sublime, la puesta en escena de lo intangible. La abstracción de Óscar Méndez Lobo está sujetada por una firme arquitectura edificada, lo decíamos al principio de este texto, con las herramientas básicas de la pintura: materia, color, composición. Cada uno de estos elementos actúa como una piedra que, si cediera, derrumbaría el resto del edificio. De ahí procede la sensación que cualquier mirada atenta puede obtener ante el trabajo último del artista: nada sobra, nada falta; no hay retoricismos ni artificios, sino una comprensión exhaustiva acerca de los mecanismo de elaboración de un discurso visual.
CARLOS DELGADO MAYORDOMO